Archive for febrero, 2017


A quiet Lullaby

Hay días en que estoy feliz. Pero también, y creo que son los más frecuentes, hay días en que una gris nube acapara todo en mi mente y no me permite percibir los colores. Ningún color es visible, más allá del negro y el blanco. Lo triste es que en esos días mis imágenes son además un low key, así que en ellas abundan las sombras y el no-color negro.

No se que sucede, pero se supone que debería estar feliz, debería estar agradecida a la vida por los chances que me ha proporcionado. Estoy en un hermoso país con nuevas oportunidades, he visto la nieve por primera vez y pronto llegará la primavera. Debería estar sonriente pero la tristeza es lo que más abunda. ¿Qué me sucede?

Hoy fue un día largo.

Para empezar, a medio día, subí al bus que iba en dirección opuesta a la que -contra toda lógica- necesitaba ir para abordar otro bus, 18 minutos después.

Recibí la confirmación, del lugar en el que debía presentarme, a medio día. Consulté en google maps, en la aplicación de los buses públicos y tracé la mejor ruta, que implicaba salir de casa corriendo, porque si no alcanzaba el primer bus de las 13:10, perdería el siguiente bus y tendría que esperar una hora.

Llegué a tiempo, confirmé que era la línea correcta y me subí al bus muy orgullosa de mi logro. Pagué mi boleto, me senté, me quité los guantes, el gorro, abrí mi abrigo y suspiré aliviada de haberlo alcanzado. Quise confirmar en mi celular el nombre de la parada a descender, y entonces me di cuenta que había tomado el bus en dirección opuesta. Cogí mis cosas y me paré para consultar, justo cuando el bus entraba en la autopista y el conductor, un portugués de gafas oscuras, aceleró. Nos dirigíamos a la ciudad capital de Luxemburgo, esa era la siguiente parada, en treinta minutos.

Volví a mi lugar apabullada por mi propia inexperiencia y mi falta de tino e inteligencia espacial. Faltaba nada para las 13:28 pero aquí estaba yo, alejándome cada vez más de mi destino y allá, quien sabe donde exactamente -google maps lo sabe- estaba mi bus, seguramente partiendo. Sin mí.

Cogí mi celular resignada en busca de la siguiente acción a tomar. Y ya llegando a la parada final, me preparé para bajar a toda marcha y salir corriendo, como desquiciada. Había decidido tomar un tren que me llevara a mi destino final sin necesidad de hacer transbordos de autobuses en paradas que no conocía. Consulté google maps y confirmé que mi tren salía 13:55, miré el reloj, eran las 13:43. Todavía hacía falta tomar otro bus para llegar a la estación de trenes. No era lejos, así que había una posibilidad, muy remota, de que lograría llegar a tiempo. Decidí apostar por lo incierto y comencé a correr.

Correr como desquiciada era exactamente lo único que podía salvarme de perder el tren. Corrí las dos calles que me separan de la parada de los buses que me llevan a Gare Central, por suerte ahí siempre hay buses y todos van a la estación. Al medio del camino, una construcción (desde siempre) con varios obreros que indicaban el camino y los movimientos a una enorme pala mecánica. Los esquivé y mirando a la cara del conductor de la pala mecánica, seguí corriendo, esquivé un perro que se asustó al verme pasar, un carrito de bebé y varias personas, llegué a la esquina y esperé unos diez segundos antes de poder subirme al primer bus que apareció.

Me senté. Más bien, apoyé mi cuerpo en un asiento, quisiera decir «aliviada» pero estaría mintiendo. Mi estrés aumentaba al ver que varias personas ancianas habían decidido también tomar este bus. Miré el reloj del bus, 13: 52, parecía ser que no lo lograría.

El bus hizo dos paradas más y pude ver el ángel verdusco que adorna la Gare Central (no estoy segura de que sea un ángel pero así suena poético). Me preparé nuevamente para correr, a la medida de lo que me lo permitieran mis piernas que, con dos pares de pantalones trataban de soportar el frío de invierno europeo. Incómodo para unas piernas latinas que vivieron el mayor tiempo descubiertas, no está de más mencionar.

Corrí una cuadra, me fijé en el semáforo que daba verde y seguí corriendo, había otro semáforo en la otra esquina, la estación es larga y mi tren sale del andén 1. La gente me sentía pasar y volteaban, yo tenía encima la chamarra, la mochila, un gorrito de lana y botas. Si no sabes lo que es correr así de abrigado, no debes conocer lo que es sentir en carne viva la impotencia. Pones toda la fuerza posible en tus movimientos pero tus piernas te parecen tan lentas, como si pesaran, como si tus movimientos fueran ridículamente exagerados que te llevan a duras penas a ganar un ritmo de velocidad penoso. Llegué a mi andén, mi tren seguía ahí.

Corrí y corría feliz porque lo había conseguido. Le había escrito a mi amiga: «Si lo logro voy a ser mi héroe». Y estaba a punto de serlo. Tenía tantas ganas de grabar mi llegada triunfal al tren en el último segundo para luego mostrársela. Corrí y mis movimientos eran cada vez más lentos -o igual de lentos pero notablemente más inútiles- no llegaba nunca. Ví al asistente del tren caminar a lo lejos, tocó el silbato que significa que es hora. Corrí agitando mis brazos haciéndole señas, no se si me vio pero desapareció subiéndose al tren. Y llegué.

¡Llegúe! Apreté el botón verde rodeado de lucecitas pequeñas de color verde. Ya no respondía. Lo apreté varias veces, por favor por favor. Nada. La puerta no se abrió. El tren salió frente a mis rostro helado. Se fue y mi esfuerzo había sido en vano. Miré el reloj enorme que ponen al medio de todo andén: 13:55.

Media hora después partía en el próximo tren. No hubo gran pérdida, pero si tienes que llegar a tiempo a alguna clase, exámen, trabajo, pues ahí empezarías a maldecir.

Al volver mi historia fue parecida. Estaba en la misma estación, en el anden 1 y me subí al ascensor, para llegar al subterráneo, 2 minutos antes de la salida de mi tren, en el andén 9. No es que me apasione vivir al filo del peligro, pero es que a veces tu tren anterior llega exactamente x:03 minutos y tu siguiente tren parte x:05. Tienes que volar, sin cometer ningún error y puedes lograrlo.

Corrí en el subterráneo y me monté -al que creí- el último ascensor para subir a los andenes. Y al salir del ascensor pude ver mi tren, al otro lado de las rieles. Había tomado el ascensor que me llevaba al andén 8, no al 9. Maldición. Regresé y los segundos que se tomaba el pinche elevador en abrir y cerrar sus puertas me parecieron sacrilegio. Al final del pasillo subterráneo ponía 9, el ascensor no estaba así que cogí las gradas. Corrí, corrí, llegué y el tren ya se había ido. Tren madafaqa.

Otra vez tuve que perder media hora de mi día esperando el siguiente tren. Me subí quince minutos antes, no había manera que se me escapara de nuevo.

Mientras bebía de una botella de agua para calmar mis nervios, una vez ya sentada y segura en mi tren de regreso a casa, contemplaba los demás andenes. Un tren llegó, las puertas se abrieron y un par de adultos jóvenes salieron corriendo, como desquiciados. Seguramente tenían una conexión en algún otro andén. Ahora los entiendo. Tal vez ahora no me importe mucho esperar media hora más, pero cuando tienes compromisos serios, perder el tren deja de ser una posibilidad. Recordaba mi vida en Bolivia, recordaba que al chofer del microbus le podía haber dicho: ¡Maestro! ¡Pare! estoy yendo hacia la dirección incorrecta, y él, tras protestar y gruñirme, hubiera arrinconado el bus y hubiera frenado en seco -primero para desequilibrarme y sonreírse, malévolo- y luego para que yo bajara y solucionara el error que, allá, no me perseguiría durante todo el día. Así son, buenas gentes.

Ahora entiendo a quienes me decían que en Bolivia la vida es más tranquila. Allá si llegas tarde puedes rogarles y hay esperanza. Porque aquí, una vez que el tren te deja, el sentimiento de pérdida y frustración te persigue todo el día. Te deja intranquilo, nervioso. Una vez que has perdido un tren, tu día feliz ya no puede ser el mismo.

Y así, terminas siendo parte del estrés de una sociedad que vive apurada.

Pero, a favor de esta sociedad apurada, debo decir que aquí tienes otro tipo de tranquilidad: la tranquilidad de saber que las cosas funcionan. Porque funcionan como reloj.

lux