Hoy, dos días tarde, me entero de la muerte de José Saramago, escritor portugués. Uno de mis favoritos, por su delicioso sarcasmo, humor e irreverencia al momento de decir las cosas. Quisiera poder decir algo que fuera como un homenaje para darle las gracias a una persona que me ha enseñado que es importante decir lo que piensas sin importar a quienes enojas (A un montón de cobardes religiosos por ejemplo) es más,  me ha enseñado además que decir lo que piensas enojando a gente como ésa es de lo más divertido.

Recuerdo que sus libros son de los que más me han hecho reír en la soledad de mis lecturas, incluso estando en un minibús lleno de gente que interrumpía sus conversaciones para mirarme confundida al escuchar mis risotadas que nacían sin ninguna razón aparente. Seguro que si les leía en voz alta los diálogos que este maestro atribuía a sus personajes, siempre con su aire honesto y simplista, todo el minibús hubiera dejado escapar unas cuantas de esas  risitas entre tímidas y avergonzadas, que nos hacen sentir que las cosas divertidas de la vida pasan sin que nosotros nos demos cuenta.

Saramago era uno de esos ateos que profesan su fe con esos argumentos lógicos, sencillos y justos a los que tanto apego les tengo como por ejemplo: Si Dios es un ser omnipotente, ¿Por qué entonces no puede hacer las cosas bien y con justicia? O mi favorito: Si Dios es un padre y creador (y de paso «Dios es amor»), ¿Por qué mandaría a sus criaturas a condenarse por un simple arrebato de celos? Bueno, no es el momento para discutir de ese tipo de ambigüedades, sino el momento de recordar que nuestro querido Saramago no está más con nosotros pero que su obra se queda inmortal, evangelizadora, comprometida e irrespetuosa. Y habrá que ponerse a escribir las verdades enojando a quienes siempre se han creído sus dueños, nada más para que no pierdan la costumbre de sentirse ofendidos.