Había una niña que amaba los tenedores.

Sus padres trataron de hacerla amar una mascota, es lo que todos los otros niños hacen.

Pero la niña del nombre de tres letras parecía querer soñar con pasarelas.

Sus padres eran muy respetuosos de las costumbres, pero ella era obstinada y como las costumbres son huecas, sus padres tuvieron que agachar la cabeza. En lugar de celebrar sus dulces dieciséis, observó sus piernas trepadas sobre peligrosos tacones, moviendo el mundo con su flequillo negro, dibujando cada paso sobre la gran serpiente de piel lisa y brillante.

Lo había conseguido.

Kim era una niña que amaba los tenedores y los amaría hasta ser uno de ellos. No era extraña, sólo era una niña triste. Como tantas otras.

Ella buscó vestir perlas y conocer íntimamente a cada una de esas cámaras. Lo buscó con ansias, estaba dispuesta a entregarse.  Por eso no reclamaba cuando los diseñadores tomaban más, los fotógrafos más, los seguidores más. Hasta que no quedó mucho para ella misma. Sentía que estaba sola, sentía que su alma, al igual que un tenedor se dividía en partes delgadas y frías. Que se convertía de a poco en un monstruo, o mejor  en un fantasma.

Un día soñó que todos la lloraban, que su novio punk ya no estaba, que en su blog nadie le dedicaba un hola a ella. En el sueño tuvo la sensación de que su vida no era tan perfecta como la había soñado tantas noches antes, en su cama infantil, allá al otro lado del mundo.  

Casi nunca dormía y cuando lo hacía, tenía sueños que no eran de esos sueños que construimos para perseguir. Sus sueños ahora eran sólo sueños de la misma forma en que los ronquidos son sólo ronquidos. Eso no le gustaba. Por eso siempre recordará la noche en que durmió sin soñar y el día cuando al despertar lloró porque se sentía feliz. A veces era feliz.

Pero la soledad era muy certera, ¿de que le servía sonreír si nadie le miraba la sonrisa? Todo el tiempo pensaba que en esas condiciones era muy difícil ser quien era y le dolía no poder simplemente abandonar su piel para irse a ocupar otro cuerpo. Le dolía más saber que aún si pudiese hacer eso, su alma seguiría siendo la misma.

En su blog pidió un hola para siempre. Pensó en esas fotografías desnuda, sus padres habían agachado la cabeza al oír a todo el barrio hablar de ellas, a todo un país. Pensó en las perlas que vestía. Pensó en lo raro que sentía al leer sus antiguos textos y confirmó que ya no tenía motivo para sonreír. Se equivocaba, pero nadie se lo dijo.

La niña que amaba los tenedores descubrió las sogas. Descubrió París, su lado oscuro que invita. Descubrió que estaba triste con una tristeza que no conocía límites, una tristeza encaramada en tacones demasiado altos para ella, una tristeza dispuesta a tumbarla de cualquier sueño, a despertarla con gritos. Sola. Descubrió que su tristeza le vencería, ella no pesaba mucho. Recordó  algún nudo y descubrió que su cabello se enredaba en la soga.

La niña triste no dejaría a su tristeza ganar. Sería libre sólo estando muerta, no viviendo triste.

Sus padres, acariciaron a la mascota que su hija nunca pudo amar y luego tiraron la colección de tenedores. Los habían odiado siempre. Los odiaban tanto como sólo se puede odiar a un tenedor.Imagen