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La huída

Soy la niña que espera parada en el jardín. Me veo y descubro que, a veces, los niños dejados solos pueden ser terroríficos. No hace falta que tenga una apariencia macabra, o tener el pelo negro sobre el rostro. Simplemente el hecho de estar sola, en medio de la oscuridad, tras de los árboles, sin decir una palabra, sin llorar, sin sonreír, sin ningún interés por lo que me rodea, provoca miedo.

De todos modos la idea no me divierte, como seguramente lo hubiera hecho un día cualquiera. Me hubiera dado hasta risa el imaginar a los otros asustados, confundidos, tal vez paralizados por un instante. Pero hoy no, hoy sólo espero y llevo ya más de una hora esperando. El asunto es que ahora empiezo a creer que quizás me hayan dejado abandonada y tal vez no vengan por mí. Estoy parada en medio de la hierba húmeda, mirando fijamente en dirección a la esquina que me haría llegar a casa, si decidiera regresar. Llevo un vestido porque mamá  me dijo que hoy iríamos a otro lugar. Un lugar diferente, dijo, me miró a los ojos y me repitió: todo va a ser diferente. No lo dijo, pero yo supe que se refería a la más notoria y anhelada diferencia. Mamá no se veía radiante, pero pude percibir en sus ojos un brillo, una luz escondida, mientras me decía que prepare mi mochila, no lleves nada que haga bulto, sólo lo que piensas que podrías extrañar demasiado, fueron sus palabras.

Recogí mi mochila de la escuela y la vacié, mis cuadernos no son algo que iría a extrañar demasiado. Busqué entre mis juguetes el llavero de bolitas que me había regalado Mateo y encontré a mi bebé mirándome con sus ojos celestes, su cabeza pelada y su boquita semi-abierta esperando el chupón que en realidad ya no existe desde el día que lo dejé olvidado en casa de unos tíos, la bebé no lo sabe. Le puse el abriguito que tejió mi mamá en navidad y la cogí debajo del brazo. Mis horquillas preferidas, el espejito que me regaló la abuela, mi chompa con los botones de Hello Kitty, el cuaderno de dibujos con la media docena de colores que me parecieron importantes para dibujar un nuevo lugar, lleno de flores y un sol que sonríe. Ah, mis dibujos, mis diversos soles que sonríen y las estrellas, los retratos de mamá, mi propia imagen hecha en palitos con los pelos parados y la sonrisa demasiado grande, todos esos dibujos los despego de la pared y los pongo dentro del cuaderno, donde sea que vayamos a estar después, necesitaremos sentirnos en casa. Recogí el tetris y unas cuantas cachinas, mi liga de saltar por si nos espera un viaje aburrido.

Todavía quedaba espacio en mi mochila, di una vuelta a la habitación con la mirada, realmente no iba a extrañar nada de esto, hubieron momentos buenos en los que me divertí brincando entre una cama y la otra, pero la mayor parte eran recuerdos tristes. No extrañaría nada más, tal vez ahora debería enfocarme en las cosas que me gustaría conservar. Reposé mi vista sobre el cinturón rosado que cambia de color cuando lo mueves… la regla con los conejitos que persiguen las burbujas, mi taza de cepillarme los dientes, con sus pescaditos que flotan en el agua azul, el cepillo de dientes. Mi perfume de Frutillita y tantas manillas o brazaletes como podía llevar, me los colgué de las muñecas y al observarme me di cuenta que no llevaba un atuendo adecuado para llegar a nuestro nuevo lugar diferente. Corrí al ropero y busqué  mi vestido más bonito, fue fácil decidirse, me pareció que es el que usé en la boda de mi tia Laura. Todos me dijeron que me veía muy bien y que ahora si parecía una señorita. Es grande e incómodo pero puedo hacer el sacrificio. Quisiera que a mamá y a mí nos reciban con grandes sonrisas y así será si les parezco una señorita en lugar de una travesura andante de voz chillona.

Me puse el vestido muy deprisa, mamá no había vuelto, pero mi corazón latía muy rápido porque por algún motivo me parecía que en cuanto ella viniese, no habrá tiempo para nada. Medias blancas con encaje y los zapatos negros de charol. Mi cabello era un desastre, lo cepillé y me di cuenta que el cepillo de madera será muy útil en el nuevo lugar al que iremos, peiné mis caprichosos cabellos, son muy delgados y eso siempre me exaspera, se enredan muy fácilmente y yo aún no se trenzármelo. Me lo puse todo atrás y utilicé un cintillo que tampoco será despreciable tenerlo allá. Puse el cepillo de madera en mi mochila y vestí una chompa roja que mamá tejió para mí. Me colgué la mochila y me senté a esperar. Odio esperar y deseaba con muchas fuerzas poder jugar con el tetris que estaba en mi mochila pero no quería fallar al llegar el momento. Me senté y me sumí en una pelea con mi cerebro para evitar que se distraiga. Mamá fue muy específica, me dijo que volvería por mí y nos iríamos, que no tenga miedo, que debíamos hacerlo rápido. Se lo que significa, lo descubrí a través de sus ojos amoratados, cuando papá le gritaba.

Ahora espero en el jardín del parque, el sol ya no brilla y la gente ahora se ve mucho más opaca que de costumbre. Los chicos con guardapolvo ya pasaron por detrás de los árboles que me rodean. Me vine por en medio de los arbustos porque es aquí donde nos recostábamos con mamá a observar a los loros pasar gritando. Siempre nos echábamos en el pasto y olvidábamos los golpes y las lágrimas. Mamá, en sus mejores días gritaba para remedar a los loros, yo nunca me atreví pues me daba vergüenza. Al volver a casa, ella y yo fingíamos que no nos amábamos tanto para no despertar celos o furia. Nunca me instruyó así pero es una de esas cosas que se comunican sin necesidad de palabras. En casa ella se ocupaba de sus labores de mamá y yo conocedora de mi rol de hija, me ponía a jugar cerca de ella. Jugaba con mi bebé o con las muñecas flacas, les construía autos con los cajones de la cómoda y poleras enrolladas. La observaba, ella pensaba en quien sabe qué cosas, pero las pensaba muy a conciencia, tanto que a veces no escuchaba a papá llegar. Él llegaba y si nos encontraba aquí todo estaba en orden, a menos que mama hubiera olvidado algún encargo o planchado mal sus camisas, los peores eran los días en que llegaba malhumorado sin motivo. Me miraba con furia y yo abría los ojos para descubrir antes que él cualquier error que hubiera podido cometer, cualquier falta que estuviera llevando a cabo aun sin darme cuenta, lo saludaba con respeto, casi sin abrir los labios, casi temblando, me ponía firme y escondía con mi cuerpo a mis muñecas. Casi siempre mi estrategia era efectiva, pero mamá nunca tenía tanta suerte, él siempre encontraba cualquier error en su presencia, cualquier motivo era justificación para que se pusiera a gritarle y cuando ella le respondía la amenazaba empuñando su brazo en alto. Mamá a veces callaba pero otras veces era demasiado tonta como para contestarle, yo la odiaba en esos momentos, porque a papá no podía odiarlo pues, para él, no me alcanzaba sentir nada más que miedo.

Mamá vino hoy y me encontró sentada en la cama, con los ojos abiertos, la mochila en mi espalda y asustada. Sé que esta no es la hora de la llegada de papá, pero quien sabe, tal vez él hubiera olido en el aire mi miedo, desde su trabajo o desde la calle. Dicen que los perros pueden sentir tu miedo, y por eso te atacan, él debe poder hacerlo también, es más tal vez ya sabe de nuestra idea y planea llegar más temprano a casa. Sentada en el borde de la cama, contemplo la puerta, temblando, escucho una llave dar vuelta y mi corazón tiene ganas de esconderme bajo la cama, pero por suerte quien entra es mamá, corro y la abrazo. Tiene lágrimas pero está feliz. Se las seca y me sonríe, yo siento que mis lágrimas vuelan desde mi garganta a mi nariz, el punto exacto en medio de mis ojos, siempre que la veo llorar mis lágrimas corren al exterior para saludar a las suyas. Me dice shhhh no llores. Sus palabras son mágicas pero consiguen el efecto contrario, mis lágrimas ruedan y caen precipitadamente sobre mi chompa roja. Se arrodilla para abrazarme y  me dice que todo va a estar bien que ella no llora porque está triste, sino que son lágrimas de alegría. Tengo mis dudas pero atino a sonreírle. Seca mis lágrimas con su mano y me mira a los ojos, la luz está ahí, bien al fondo, pero sus ojos brillan con avidez. Me dice escúchame bien, quiero que vayas al parque, a donde nos echamos para mirar a los loros ¿te acuerdas? Ahí, quiero que me esperes, no puedo salir contigo porque necesito las llaves que tiene tu papá en su llavero. Lo voy a esperar y cuando el venga, yo saco el dinero y te doy alcance ¿Si? Yo vuelvo a llorar, me parece que es una idea muy mala y que todo podría salir mal, pero ella  me sonríe y me da valor. Niña, confía en mí, son sus palabras. Me besa y me abraza de nuevo y me manda a la calle.

Al correr por la calle mi mente vuela confundida entre las imágenes de nuestro nuevo lugar diferente, imagino un gato, una ventana iluminada, cortinas que se mecen suavemente, el olor a la sopa con orégano, me imagino a mamá observando a papá llegar, con una idea fija en la cabeza pero tratando de mantener los gestos más neutros posibles. Busco la cara de papá entre mis recuerdos pero solo lo veo trasfigurado por la ira, por sus gritos, en realidad en mi mente tiene cara de grito. Es raro pero no puedo imaginarlo, es solo un grito con puños alzados. Sigo corriendo, los gritos de los loros fijos en mi mente, las imágenes de la sonrisa de mamá entremezcladas con sus lágrimas de alegría de hoy. Sí, podrán ser lágrimas muy diferentes de todas las otras lágrimas, pero igual son lágrimas, así que no me gusta verlas.

En el parque empieza a anochecer. El gris neutro se convierte en gris oscuro y los arbustos y árboles en negro intenso. No quiero llorar así que no hago nada, trato de no pensar en las posibilidades o en lo que podría estar pasando, así que pienso en lo que pensará la gente que me ve. En lo que pensarán al ver  a esta niña parada sin intención y sin gestos, sin moverse y sin cansarse. No sé cuántas horas pasaron pero ya cayó la noche y mamá no llega. Seguramente algo pasó, no quiero hacer conjeturas ni imaginar que pasó, porque mi cerebro y mi cuerpo se pondrán a luchar para manejar una reacción, tal vez me pondría a correr, tal vez me botara al piso y me inundara en lágrimas, tal vez me pusiera a gritar. Nada de eso haría orgullosa a mamá, tengo que seguir su plan.

Todo son masas negras ahora alrededor mío, tal vez mamá no lo logró. Al pensar en eso mis manos no pueden evitar estar inquietas. Las pongo juntas de manera que una sostenga a la otra y trato de mantener la compostura. Mi mirada se nubla y me doy cuenta que lo que me impide ver no es solo la oscuridad sino mis lágrimas que llenan mis ojos que se rehúsan a cerrarse. ¿Y si mamá no viene? ¿Y si papá la encontró y en estos momentos la está golpeando? ¿Y si muero aquí mismo? Cierro los ojos con fuerza porque no puedo más soportar el cosquilleo del agua que se enfría en el pequeño espacio que hay entre mis párpados, las lágrimas gotean, gruesas. Esta vez sí lloro como un niño, me escucho gimotear y luego me da más llanto porque me doy pena. Por en medio de las luces amarillas que veo afuera, se oyen pasos apurados. Abro los ojos e intento entender, pero unos brazos se cierran alrededor mío. Reconozco ese olor, mamá se arrodilla junto a mí y lloramos juntas.  Me besa repetidamente y salimos corriendo, llorando de alegría, hacia nuestra vida diferente.

2015.

Sauna

Sentada en el patio del sauna, a la luz de la luna, observo como mi cuerpo exhala tan desesperadamente un vapor que parece inagotable. Un vapor que nace en la superficie  y que se marcha volando hacia el infinito. Iluminado vagamente hasta donde lo alcanza la débil luz de una lámpara amarilla, para luego hacerse aún más visible, a la luz blanca de la luna, en contraste con el cielo que dibuja dos estrellas. Consigue, desde esta perspectiva, confundirse con las nubes ralas que se pasean por el cielo, consistentes apenas pero amantes de su rutina, se mueven orgullosas. Las contemplo y me viene a la mente un recuerdo, una persona, incontables situaciones. Vapor  húmedo saliendo de su piel en algunas, humo con un olor picante, expulsado de sus labios en otras. Humo que primero salía de los míos para luego ser absorbido por los suyos y ejecutado con un beso. Vapor saliendo de la máquina de café al día siguiente o de la sopa de verduras que me preparaba para el almuerzo. Esta vez mi vapor es un vapor solitario, no tiene al lado un otro cuerpo para exhalar juntos y desafiar al frío del invierno, para bailar a la luz de la luna hasta mezclarse y confundirse tanto que no podríamos decir: este es mi vapor y este el tuyo. 

Echada sobre la silla reclinable, contemplo el vapor formarse en lo más superficial de mi piel. Casi sin tocarla, brota, flota en el aire y se deshace hasta desaparecer. Le sigo el rastro y pienso en él. En la luz de esta luna nueva. Pienso en él y en su forma de mostrar cariño, pienso también en sus manías y la forma en la que estando con él no se puede estar en silencio. Ahora él no está y silencio es lo que hay de sobra. Lo aprovecho para contemplar. Tal vez de la forma en la que me hubiera gustado contemplar junto a él. Pero él no quería alguien con quien contemplar, sino vida y trabajo y niños y perro y hacer dinero, mucho dinero. Aunque tengo que admitir que se prestaba a mi hambre por «perder el tiempo» por parar un momento y observar, nunca pudimos estar a la par en nuestros ritmos. Mi contemplación es una contemplación lenta, llena de preguntas y enlaces inexplicables a experiencias y sensaciones, en silencio o tratando de explicar en palabras lo que mi mente erróneamente cree ser capaz de conceptualizar. La suya era un poco más urgida, estaba llena de cosas que hacer luego y rebozante de anécdotas de las que hablar, en las que los actores no me eran familiares ni me decían nada. Mi contemplación le decía shuush y recitaba: 

«Podría quedarme a vivir aquí, 

bajo este techo frágil de dos estrellas,

construido por el vapor que emerge de mi piel. 

Bajo esta luz de la luna 

que no es -propiamente- la luz de la luna, 

sino del sol que se refleja.

Junto a un alma que se ofreciera a vivir aquí, 

vivir este momento, 

con esta mujer que dulcemente contempla, 

que es feliz y es triste a la vez 

y que no lo calla. 

Que tiene la virtud de vivir 

en una escala de tiempo diferente, 

pero que a veces la pierde. 

Pierde de vista esos instantes que son una vida, 

cuando se sumerge en cosas humanas 

-y menos humanas- 

como el trabajo y las agendas.

Pero que recibió de regalo 

la capacidad de recuperar su virtud,

cuando contempla». 

Observo mi piel, el vapor ha cesado y los vellos comienzan a crear pequeños promontorios, mínusculas protestas que anuncian que tal vez es momento de un segundo ritual en el sauna seco. No interesa particularmente si hoy toca «Fraîcheur des alpes» o «cristaux» o simplemente miel, en realidad no tengo un favorito, mi parte favorita es la de estar presente en el ritual.

Ingreso a la sala a 90 grados, al principio cuando empecé a frecuentar el sauna, no lograba soportar la sensación de las maderas quemantes en la planta de mis pies al salir y entrar de una sala a más de 85, mi respiración se iba haciendo pesada y cada vez más dificil de llenar mis pulmones, lo cual me hacía respirar con fuerza. Al hacerlo el aire quemaba y lastimaba mis cavidades nasales hasta el punto de cada permitirme vez respirar menos y menos. Finalmente salía a los 7 minutos, mareada y enrojecida por el esfuerzo. 

Ahora ya me es normal quedarme durante todo el ritual, me fuerzo a respirar lento pero constante, creo haber descubierto el secreto. Trato de no mover mi cuerpo, más que el cuello, para no agitarme y cierro los ojos. Lo primero que se calienta es la parte superior de mi cabeza, mi pelo negro y salvaje parece encenderse en llamas, la piel de mis rodillas se seca y se vuelve tirante. Empiezo a necesitar dirigir mis pensamientos hacia las sensaciones placenteras más que a la sensación de piel en emergencia que tengo en mis piernas, tobillos y rodillas. El ambiente huele delicioso, a veces a miel, otras a frutas del bosque o a manzana, las más a combinados en francés que aún no logro identificar. Cierro los ojos y resisto las ganas que tengo de inspirar profundo, de respirar con intención, debo hacerlo sólo lo necesario para alimentar mi sangre de oxígeno, lo necesario para no agitarme y terminar en un círculo de aire caliente que duele y desespera. Me aferro a la fórmula de mi descubrimiento.

Al comenzar el ritual, todos desnudos uno a uno se acomodan a distancias prudentes. Yo me siento sobre mi toalla y pongo mis manos sobre las rodillas. Con la espalda recta, respiro suavemente mientras saboreo el aire que es abanicado en mi dirección. Siento también la llegada -en un golpe- del aire que es abanicado en dirección a mi vecino.   Y hacia el otro lado, donde se sienta, chiquita, una mujer más o menos a un metro de mi. Encorvando su cuerpo para esconder sus pechos adormilados, su estómago prominente y cansado. Cierro los ojos. Mis oídos persiguen el golpear del abanico de tela contra el aire, mi mente persigue la más leve corriente de aire que me alcanza. Me deleito cuando lo siento acercarse y mi piel se regocija por un brevísimo segundo ante la caricia del aire perfumado a miel que se dirige directamente a mi cuerpo desnudo, expectante. Lo envuelve dulcemente, como si supiera cómo seducir, acariciar y arropar como un amante que conociera bien sus artes. Misteriosamente, esta vez no pienso en él. 

Siento cómo el sudor comienza debajo de los pechos. Imagino que es porque están conformados, casi en su totalidad, por grasa. Es un sudor al principio imperceptible. sólo se lo siente cuando chorrea cosquilleando por sobre el abdomen, cuando ya es tanto que no abastecen las manos para secarlo. Lo mejor es dejarlo fluir, dejarlo bañarnos, dejarlo despertar suavemente el calor en otros lugares, las piernas, el cuello, en los brazos y sobre la cara. Hasta que al final soy uno con el agua que brota de mi piel. Soy uno con el olor a miel y con las bocanadas de aire caliente que golpean contra mi cuerpo y lo abrazan. Soy uno con el aire que, a pequeñas dosis, dejo entrar en mis pulmones, tratando de no alterar mi balance, o los latidos de mi corazón que se acompasan con el afluyente de pensamientos que empiezan a adormilarse. Vienen en palabras constantes, en susurros sin pausa, cada vez más débiles. Poco a poco consigo desaparecer de mi mente el tiempo, la vecina de las mamas maduras, el anciano que contempla sus manos adornadas con manchas oscuras, el tipo que suelta una especie de gemido -o gruñido- cada vez que el aire lo golpea, cada vez que lo golpea esta caricia delicada y tortuosa. Mi mente lo va olvidando todo durante quince minutos. Mi cuerpo siente cada centimetro de mi piel humedecido, cubierto del agua que, una vez en el patio, se convertirá en vapor, a la luz de la luna. O a la luz del sol que se refleja en la luna.O a la luz de la lampara amarilla que simula iluminar, cuando no hace más que mostrarnos su propias limitaciones de lámpara solitaria perdida en medio de la noche. 

Antes de abandonar el lugar, seco mi pelo y me pregunto por qué no hago esto más seguido. Visto un gorro y ya no tengo ni ganas ni urgencia de pensar en él. Es como si el calor del sauna que tan sensualmente acarició mi cuerpo, lo hubiera remplazado. Como si la contemplación en silencio, bajo la luz de la lámpara que desdibuja los colores, hubiera dicho más que nuestras conversaciones. Me pregunto por qué no hice esto más seguido en el pasado y recorro el camino a casa junto a Caloncho y su Palmar. Soy alguien feliz y triste a la vez, pero eso está bien. Después del sauna gana siempre el lado alegre, siempre soy feliz al salir del sauna. 

A quiet Lullaby

Hay días en que estoy feliz. Pero también, y creo que son los más frecuentes, hay días en que una gris nube acapara todo en mi mente y no me permite percibir los colores. Ningún color es visible, más allá del negro y el blanco. Lo triste es que en esos días mis imágenes son además un low key, así que en ellas abundan las sombras y el no-color negro.

No se que sucede, pero se supone que debería estar feliz, debería estar agradecida a la vida por los chances que me ha proporcionado. Estoy en un hermoso país con nuevas oportunidades, he visto la nieve por primera vez y pronto llegará la primavera. Debería estar sonriente pero la tristeza es lo que más abunda. ¿Qué me sucede?

Hoy fue un día largo.

Para empezar, a medio día, subí al bus que iba en dirección opuesta a la que -contra toda lógica- necesitaba ir para abordar otro bus, 18 minutos después.

Recibí la confirmación, del lugar en el que debía presentarme, a medio día. Consulté en google maps, en la aplicación de los buses públicos y tracé la mejor ruta, que implicaba salir de casa corriendo, porque si no alcanzaba el primer bus de las 13:10, perdería el siguiente bus y tendría que esperar una hora.

Llegué a tiempo, confirmé que era la línea correcta y me subí al bus muy orgullosa de mi logro. Pagué mi boleto, me senté, me quité los guantes, el gorro, abrí mi abrigo y suspiré aliviada de haberlo alcanzado. Quise confirmar en mi celular el nombre de la parada a descender, y entonces me di cuenta que había tomado el bus en dirección opuesta. Cogí mis cosas y me paré para consultar, justo cuando el bus entraba en la autopista y el conductor, un portugués de gafas oscuras, aceleró. Nos dirigíamos a la ciudad capital de Luxemburgo, esa era la siguiente parada, en treinta minutos.

Volví a mi lugar apabullada por mi propia inexperiencia y mi falta de tino e inteligencia espacial. Faltaba nada para las 13:28 pero aquí estaba yo, alejándome cada vez más de mi destino y allá, quien sabe donde exactamente -google maps lo sabe- estaba mi bus, seguramente partiendo. Sin mí.

Cogí mi celular resignada en busca de la siguiente acción a tomar. Y ya llegando a la parada final, me preparé para bajar a toda marcha y salir corriendo, como desquiciada. Había decidido tomar un tren que me llevara a mi destino final sin necesidad de hacer transbordos de autobuses en paradas que no conocía. Consulté google maps y confirmé que mi tren salía 13:55, miré el reloj, eran las 13:43. Todavía hacía falta tomar otro bus para llegar a la estación de trenes. No era lejos, así que había una posibilidad, muy remota, de que lograría llegar a tiempo. Decidí apostar por lo incierto y comencé a correr.

Correr como desquiciada era exactamente lo único que podía salvarme de perder el tren. Corrí las dos calles que me separan de la parada de los buses que me llevan a Gare Central, por suerte ahí siempre hay buses y todos van a la estación. Al medio del camino, una construcción (desde siempre) con varios obreros que indicaban el camino y los movimientos a una enorme pala mecánica. Los esquivé y mirando a la cara del conductor de la pala mecánica, seguí corriendo, esquivé un perro que se asustó al verme pasar, un carrito de bebé y varias personas, llegué a la esquina y esperé unos diez segundos antes de poder subirme al primer bus que apareció.

Me senté. Más bien, apoyé mi cuerpo en un asiento, quisiera decir «aliviada» pero estaría mintiendo. Mi estrés aumentaba al ver que varias personas ancianas habían decidido también tomar este bus. Miré el reloj del bus, 13: 52, parecía ser que no lo lograría.

El bus hizo dos paradas más y pude ver el ángel verdusco que adorna la Gare Central (no estoy segura de que sea un ángel pero así suena poético). Me preparé nuevamente para correr, a la medida de lo que me lo permitieran mis piernas que, con dos pares de pantalones trataban de soportar el frío de invierno europeo. Incómodo para unas piernas latinas que vivieron el mayor tiempo descubiertas, no está de más mencionar.

Corrí una cuadra, me fijé en el semáforo que daba verde y seguí corriendo, había otro semáforo en la otra esquina, la estación es larga y mi tren sale del andén 1. La gente me sentía pasar y volteaban, yo tenía encima la chamarra, la mochila, un gorrito de lana y botas. Si no sabes lo que es correr así de abrigado, no debes conocer lo que es sentir en carne viva la impotencia. Pones toda la fuerza posible en tus movimientos pero tus piernas te parecen tan lentas, como si pesaran, como si tus movimientos fueran ridículamente exagerados que te llevan a duras penas a ganar un ritmo de velocidad penoso. Llegué a mi andén, mi tren seguía ahí.

Corrí y corría feliz porque lo había conseguido. Le había escrito a mi amiga: «Si lo logro voy a ser mi héroe». Y estaba a punto de serlo. Tenía tantas ganas de grabar mi llegada triunfal al tren en el último segundo para luego mostrársela. Corrí y mis movimientos eran cada vez más lentos -o igual de lentos pero notablemente más inútiles- no llegaba nunca. Ví al asistente del tren caminar a lo lejos, tocó el silbato que significa que es hora. Corrí agitando mis brazos haciéndole señas, no se si me vio pero desapareció subiéndose al tren. Y llegué.

¡Llegúe! Apreté el botón verde rodeado de lucecitas pequeñas de color verde. Ya no respondía. Lo apreté varias veces, por favor por favor. Nada. La puerta no se abrió. El tren salió frente a mis rostro helado. Se fue y mi esfuerzo había sido en vano. Miré el reloj enorme que ponen al medio de todo andén: 13:55.

Media hora después partía en el próximo tren. No hubo gran pérdida, pero si tienes que llegar a tiempo a alguna clase, exámen, trabajo, pues ahí empezarías a maldecir.

Al volver mi historia fue parecida. Estaba en la misma estación, en el anden 1 y me subí al ascensor, para llegar al subterráneo, 2 minutos antes de la salida de mi tren, en el andén 9. No es que me apasione vivir al filo del peligro, pero es que a veces tu tren anterior llega exactamente x:03 minutos y tu siguiente tren parte x:05. Tienes que volar, sin cometer ningún error y puedes lograrlo.

Corrí en el subterráneo y me monté -al que creí- el último ascensor para subir a los andenes. Y al salir del ascensor pude ver mi tren, al otro lado de las rieles. Había tomado el ascensor que me llevaba al andén 8, no al 9. Maldición. Regresé y los segundos que se tomaba el pinche elevador en abrir y cerrar sus puertas me parecieron sacrilegio. Al final del pasillo subterráneo ponía 9, el ascensor no estaba así que cogí las gradas. Corrí, corrí, llegué y el tren ya se había ido. Tren madafaqa.

Otra vez tuve que perder media hora de mi día esperando el siguiente tren. Me subí quince minutos antes, no había manera que se me escapara de nuevo.

Mientras bebía de una botella de agua para calmar mis nervios, una vez ya sentada y segura en mi tren de regreso a casa, contemplaba los demás andenes. Un tren llegó, las puertas se abrieron y un par de adultos jóvenes salieron corriendo, como desquiciados. Seguramente tenían una conexión en algún otro andén. Ahora los entiendo. Tal vez ahora no me importe mucho esperar media hora más, pero cuando tienes compromisos serios, perder el tren deja de ser una posibilidad. Recordaba mi vida en Bolivia, recordaba que al chofer del microbus le podía haber dicho: ¡Maestro! ¡Pare! estoy yendo hacia la dirección incorrecta, y él, tras protestar y gruñirme, hubiera arrinconado el bus y hubiera frenado en seco -primero para desequilibrarme y sonreírse, malévolo- y luego para que yo bajara y solucionara el error que, allá, no me perseguiría durante todo el día. Así son, buenas gentes.

Ahora entiendo a quienes me decían que en Bolivia la vida es más tranquila. Allá si llegas tarde puedes rogarles y hay esperanza. Porque aquí, una vez que el tren te deja, el sentimiento de pérdida y frustración te persigue todo el día. Te deja intranquilo, nervioso. Una vez que has perdido un tren, tu día feliz ya no puede ser el mismo.

Y así, terminas siendo parte del estrés de una sociedad que vive apurada.

Pero, a favor de esta sociedad apurada, debo decir que aquí tienes otro tipo de tranquilidad: la tranquilidad de saber que las cosas funcionan. Porque funcionan como reloj.

lux

 

Lecturas, Los tiempos. Domingo 11 de Agosto. 2013.

Lecturas, Los tiempos. Domingo 11 de Agosto. 2013.

La imagen corresponde a la publicación de la primera parte de un cuento inédito, que publico entero, a continuación.

La Partida

Tenía que despedirse de su padre, tenía que, sin importar si quería hacerlo o no. Había tratado de no pensar en ello, así las cosas se sucederían más naturalmente. Saludaría a su padre, él le preguntaría si todo está bien; “Sí, todo bien” contestaría ella con la convicción de siempre; entonces hablarían del clima o tal vez de las plantas que se secan en el jardín. Y sólo al momento de despedirse, cuando su padre le hiciera la pregunta, más por cortesía que por realmente ser  importante, ella respondería “La siguiente semana no podré venir, voy a estar de viaje”;  su padre seguramente le preguntaría “Y a donde” y ella respondería sin hacer ningún énfasis “Me voy a España”. Ninguna palabra más sería necesaria. Ambos sabrían que el abrazo de despedida, podría ser el último que se dieran en la vida.

Mientras iba en el autobús, se preguntaba si su padre ya se habría enterado, las noticias vuelan, especialmente los chismes; así que era muy posible que todo el mundo ya lo hubiera asimilado, incluso más que ella misma. No sabía si sentir alivio por no tener que decirle o empezar a sentir el tedio de las preguntas que seguramente antecederían a las recomendaciones paternales para el viaje, las cuales extenderían sin mucho problema su visita en una o dos horas más del tiempo previsto. Esperaba sinceramente que no se hubiera enterado, tener que decirle ella y así no dejarle tiempo suficiente de reaccionar en su presencia.

Seguramente, si le daba la oportunidad, él trataría de disuadirla, de convencerla que no necesita irse para tener una buena vida, que aquí hay buenos chances si uno sabe buscar. Seguramente le ofrecería incluso vender la casa si era una cuestión de dinero; pero ella no estaba dispuesta a ceder, lo había decidido. Estaba tan excitada por la expectativa de una nueva vida, llena de gente nueva, de oportunidades emocionantes, que no hubiera cambiado ese viaje por ninguna cosa en el mundo. Quería empezar de cero, poder ser otra persona, hacer de cuenta que nunca fue la Marissa que es hoy, ser una mujer totalmente nueva y feliz.

Marissa vendría hoy, era el día programado tácitamente por ambos para la visita, ella siempre llegaba con un ademán de noticia inesperada y él la recibía con un gesto de sorpresa. Su hija había sido siempre muy tímida y ahora él se sentía culpable por haberla protegido demasiado en su niñez. Por eso ahora la dejaba ser, no le hacía ningún tipo de preguntas personales y generalmente no tenían mucho de qué hablar. Muchas veces la había notado aburrida en su presencia, pero el trataba siempre de buscar algún tema de conversación, habían llegado a hablar incluso, más de una vez, de las rosas secas que él no había plantado en el jardín.

Los días de visita, él lavaba los individuales y los ponía a la mesa, con un par de tazas encima; así ella no podía escapar al tecito de la tarde, y aunque se lo bebiera rápido, les daba al menos algo de tiempo para estar juntos en silencio. Hoy, media hora antes del momento en que la vería llegar detrás de sus ojos adormilados, ya tenía la mesa lista y el agua hervida, sacó el pan de la olla y lo dejó en una bolsa plástica, sobre el panero. Se sentó a esperar.

Anteayer le habían dado una noticia que lo había dejado desconcertado. En ese momento no sabía muy bien que sentir, no podía evitar el temor, tuvo ganas de llorar, pero al mismo tiempo pensó en su soledad, en la ropa de su esposa que llevaba años guardada en el mismo ropero, en su hija, en su perro y único compañero muerto hace poco más de un mes. No pudo llorar, ya no tenía las lágrimas necesarias. Además siempre había pensado que el llanto de los ancianos es poco menos que patético.

Había tenido estos dos días para pensar en cómo debía actuar frente a Marissa, si debía tocar el tema o mejor no, tal vez debía esperar a que ella empezara a hablar de eso, tal vez recordara lo que él le había anunciado la semana pasada. Pero tal vez no. Sentado en el sillón, bajo la penumbra de las cortinas que alguna vez fueron azules, había decidido que lo mejor era fingir que nada pasaba hasta el momento de despedirse, y si Marissa no decía nada hasta entonces, dejarse quebrar en el último instante. Darle la noticia. Le había dicho, en la anterior visita, que esta semana debía acudir al médico, lo que no le dijo era que tenía cáncer terminal, que había hecho metástasis en el hígado. No le quedaban muchos días de vida. No sabía como iría a reaccionar su hija. Nunca tuvieron una buena relación. Prefirió pensar en otra cosa antes que tratar de adivinar el diálogo y humedecer sus ojos antes de tiempo.

Marissa llega a la casa de su padre. Atraviesa la puerta y descubre al anciano pensativo, mirando hacia la caldera que exhala un vapor sin prisas. Su padre la mira, ella le extiende una mirada de infinito cariño, él contesta con una mirada triste, pero por la edad y las ojeras, Marissa no la distingue. Para ella es la mirada de sorpresa con la que él siempre la recibe. Está más calvo y más delgado, mucho más delgado. Por su parte, el anciano piensa que su hija tiene hoy un brillo especial, se ve más feliz, incluso lo abraza. Mientras recibe el abrazo, piensa que es mejor no arrebatarle su brillo.

Las personas tienden a ser poco sinceras. Marissa examina la posibilidad de esconderle la noticia a su padre y ahorrarse una dramática despedida. Su padre piensa lo mismo. No saben que arruinan su oportunidad de, por una vez, comprender al otro, de entender las miradas tristes y los brillos nuevos, de abrazar con sinceridad y llorar en el hombro, de olvidar los malos años y darle una oportunidad a las nuevas relaciones personales. Sí, nuevas, aunque esta relación fuera de toda una vida, era una relación personal mediocre. Pero parece ser que las personas gustan de las relaciones personales mediocres. Entonces, viéndolo así, está bien que este anciano que bebe de su taza de porcelana, no pueda mirar a otro lugar más que al panero sobre la mesa, luchando porque la bola de lágrimas le permita tragarse cada sorbo de té caliente. Entonces está bien que se quede en silencio mientras Marissa habla de quien sabe qué, está bien que pose de momento en momento sus ojos, que expresan las cosas de manera equívoca, sobre los de su hija y no diga nada. Si las personas huyen de la verdad y les gusta mentir, para no perder en la batalla que ellos mismos inventaron, entonces está bien que Marissa le cuente a su padre anécdotas inventadas y mastique el pan mirando en dirección a la ventana. Entonces está bien que sea un adiós a medias, que cada uno cuente en su corazón este té de las cinco como el último juntos. Entonces está bien que se pierdan en su orgullo, en su perdón infinito, en su lástima. Entonces son una familia feliz.

Domingo 11 de agosto del 2013.